09/52 La salud mental de Mozart
No sé si vuelvo a Mozart o es que él vuelve a mí. Pienso en sus angustiosos últimos días, en la desesperación abriéndose paso. En el coro de pensamientos intrusivos y miedos que viene emparejado a la labor artística, nos guste o no.
Llevo semanas en blanco. Al principio porque la vida me exigía vivirla, luego porque ya no podía sacarle la vuelta a un asunto sórdido del que no termino de librarme. Al final, porque tras 3 años de trabajar desde casa y establecer rutinas sanas, un jefazo que ni me hace en el planeta decidió que prefiere controlar mi cuerpo y obligó el regreso a la oficina. En general, he tenido mi propia misa de réquiem por la calidad de vida que solía tener.
*Entra a escena el coro de pensamientos intrusivos.
Lo último que Mozart logró escribir está rodeado de un aura de misterio. En parte porque nos encanta el morbo. También porque ignoramos mucho, así que rellenamos los huecos con ficción. La escena, contada por su esposa Constanze, va así: un desconocido se presentó en casa de Mozart. Iba vestido de negro y con un antifaz. La presencia inquietó a Wolfgang, tanto que dudó en abrir. Cuando logró controlarse, lo dejó pasar. El extraño le dijo que venía en representación de su jefe a encargarle un Réquiem. Le dio un adelanto nada despreciable y declaró que una de las condiciones del encargo era que jamás intentara identificarlo.
Amadeus no volvió a pensar en la mala vibra del desconocido en un rato. Popular como era lo invitaron a Praga con la consigna de escribir una ópera para festejar la coronación de Leopoldo II. Estaba por abordar el carruaje para irse, cuando el extraño de negro lo interceptó para recordarle la urgencia de su encargo. En un punto, Mozart (inquieto por el aura de misterio del asunto) se obsesionó. La ansiedad lo fue carcomiendo tanto que terminó convencido de que ese encargo era su propia misa de difuntos.
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En algún lugar de Austria, el conde Franz von Walsegg hacía espléndidas fiestas. Era un apasionado de la música que aprovechaba las veladas para presentar sus composiciones. Los músicos contratados para tocar las piezas (tan ansiosos de comer y tener techo como cualquiera de nosotros), ocultaban entre risitas el gran secreto del Conde: el pobre era incapaz de componer nada decente. Esa música era «suya» porque la compraba. Hacía encargos a compositores profesionales para fingir que eran de su autoría y alzarse el cuello.
Todo era felicidad y tragos finos hasta que Anna, su esposa, falleció repentinamente. Lo que sea de cada quién, el conde amaba a su consorte. Al perderla decidió que, además de un mausoleo tremendo, su querida Anna merecía que él le compusiera el mejor Réquiem del mundo mundial. Franz descubrió, de pronto, que lo único que necesitaba para descubrir su verdadero potencial de compositor era sufrir como artista… ¡mentira! Le comisionó la obra a Mozart enviando a un sirviente disfrazado.
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El resto es una historia terrible: Mozart estaba cada más débil de salud y en peor estado mental. A pesar de los dolores y la convalecencia, exigió a su discípulo Süssmayr transcribir y ayudarle con el Réquiem. Poco antes de quedarse en cama definitivamente, logró convencer a sus amigos cantantes de acudir a su casa para interpretar las partes que ya tenía listas.
Wolfgang Amadeus Mozart murió el 5 de diciembre de 1791 sin terminar el Réquiem.
El problema, como siempre, es de los que se quedan. En particular de Constanze Weber. Ahora una viuda y con dos bendiciones de Wolfgang (cuatro de sus seis hijos no sobrevivieron a la infancia). Le tronó los dedos al pobre de Süssmayr para que terminara el Réquiem y cobrar el resto del pago. El discípulo de Mozart obtuvo el crédito de su trabajo mucho después. Constanze no podía arriesgarse al escándalo de vender a precio de Mozart algo que no lo era del todo. Supongo que hay, aunque sea, un poco de justicia poética en haber engañado al conde von Walsegg.
Hasta la fecha, no estamos seguros de si lo que mató a Mozart fue un problema cardiaco, insuficiencia renal o una infección tonta que los antibióticos modernos habrían resuelto. Eso sí: Salieri no lo envenenó, y también habría que hablar de la salud mental de ese señor. Tampoco hay ninguna prueba de que componer el Réquiem matara a Wolfgang. Lo que no dejo de rumiar es que, en algún punto de nuestras vidas, igual que Rebelde y Cheems: los dos sobrevivimos por ansiedad.
No hay moraleja en esta historia. Si acaso una insinuación tibia de que los misteriosos jefes que pagan nuestro sueldo no dudan en empujarnos al abismo. Que, de hecho, ni se enteran porque para ellos somos meros ejecutores de encargos.
A pesar de todo, Mozart siguió escribiendo hasta el final. Y yo escribí este texto. Hay esperanza en la creación.