[7/52] Adulthood is a silly place
En «Monty Python and the Holy Grail», cuando el rey Arturo al fin reúne su grupo de valientes caballeros para conformar la legendaria mesa redonda, tiene una visión. Su mente se transporta un ridículo (pero hilarante para el espectador) acto musical en el que los caballeros danzan en Camelot. Arturo se lo piensa mejor y les dice que no vayan a la capital de su reino porque es un «lugar tonto». Me imagino a mi yo adolescente en una posición más o menos parecida, teniendo una epifanía: «No lleguemos a la adultez, es un lugar tonto».
De pequeña, me dio por pensar que mi vida era como una serie. Cada año correspondía a una temporada. Primero hacía mi soundtrack en cassettes grabados de la radio, luego lo quemaba en formato MP3 en CDs y, ahora, es una lista de Spotify que va en las 66 horas con 941 canciones. Quizá es un defecto profesional de escritora: ir sobretrabajando la narrativa interna que produce mi día a día. No es que la niña que fui esté descontenta con la adulta en la que me convertí. De hecho, creo que si se inventara la máquina del tiempo y pudiera ir a contarle que eso de que «las cosas mejoran» sí es cierto, estaría exultante. Tal vez le ahorraría muchos años de miedo e incertidumbre. Aunque quizá eso cause una paradoja en la que le arrebato todas sus herramientas de supervivencia y nada mejora al final.
Hay momentos de la adultez que, en mi mente, van acompañados de risas grabadas:
· Ir al super y darte cuenta que olvidaste la lista.
· Estar tan frita del trabajo que se te olvide tu propio cumpleaños.
· Descubrir que los billetes sobreviven a la lavadora.
· Tu primera infección estomacal grave, regalo de los infiernos mismos.
· El papeleo, la eterna batalla contra los Bogones tal y como los escribió Douglas Adams.
· El escrutinio mordaz de la primera visita de tus padres.
· Temer que se te olvide pagar a luz y te la corten.
· Que se te acabe el gas a media ducha.
· Las sempiternas ojeras porque ahora tu ansiedad tiene muchos años más de material que repasar…
Años de una infancia leyendo a Dahl, Ende y otros clásicos de la literatura infantil me entrenaron para creer que los adultos no saben nada de la vida; tampoco son de fiar. Esa postura es maravillosa hasta que el tiempo se ensaña contigo. Entonces, te vuelves uno más del bando enemigo y, si quieres hacer bien las cosas, necesitas hacer un esfuerzo consciente por ser un buen adulto. Uno como la abuela que sale en «Las brujas», el señor Koreander o cualquiera que no sea un papanatas con los niños. En especial no en un mundo que ya los violenta tanto.
«Los adultos no entienden nada por sí mismos y es cansado para los niños siempre estarles explicando las cosas. Sólo los niños saben lo que buscan» decía Antoine de Saint-Exupéry, en «El Principito» que de tan famoso ya es cliché, pero que me sigue gustando mucho. Para él, el simple hecho de recordar que fuimos niños ya es un antídoto a lo peor de la adultez.
Creo que lo tonto no es ser adulto como tal, sino la idea que nos vendieron de ello: alguien con su vida en orden y que tiene todas las respuestas. Soy una adulta funcional: trabajo, pago las cuentas y hasta tengo ratos para divertirme o echar la hueva. Voy sobreviviendo en condiciones dignas (aunque la Diosa sabe que mi país se encarga de todo lo contrario la mayoría de las veces), pero todavía tengo más preguntas que respuestas. Creo que seguir viendo el mundo con la misma curiosidad que teníamos de pequeños y no tomarnos demasiado en serio es lo que hace la diferencia entre poder reconocer que la adultez es «un lugar tonto» y que nosotros seamos adultos tontos.